La Iglesia que Jesucristo nuestro Salvador fundó sobre piedra firme, y
contra la cual, según la promesa del mismo Jesucristo, jamás prevalecerán las
puertas del infierno, ha sido tantas veces atacada por enemigos tan terribles,
que sin esta divina promesa, que no puede pasar, sería de temer que circunvenida
por las violencias de aquellos, por sus artificios y embustes, hubiese
sucumbido. Lo que sucedió en los antiguos tiempos sucede aún, y sobre todo, en
los días de aflicción en que vivimos, que parecen ser los últimos tiempos
anunciados desde hace tantos siglos por los Apóstoles, cuando vengan impostores
que caminarán a sus anchas por la vía de la impiedad (Jud. XVIII).
Nadie, con efecto, ignora qué número
prodigioso de hombres criminales se han reunido en estos difíciles tiempos, como
un solo hombre contra el Señor y contra su Cristo, quienes empleando todas sus
fuerzas en arrancar de la doctrina de la Iglesia "a los fieles engañados por
falsa filosofía y por vanos sofismas (Coloss, XI, 8.)" han aunado sus impotentes
esfuerzos para conmover y derribar la Iglesia.
Para obtener más fácilmente resultado, la
mayor parte ha formado sociedades secretas y sectas clandestinas, esperando con
este medio arrastrar más libremente mayor número de asociados de rebelión y de
crímenes.
Hace ya mucho tiempo que esta Santa Sede,
habiendo descubierto esas sectas, levantó contra ellas su libre y fuerte voz, y
puso a la luz del día los designios que aquéllas formaban en la sombra contra la
religión y aún contra la sociedad civil.
Hace ya largo tiempo que excitó la
diligencia de todos para que estuviesen atentos y les impidiesen ejecutar sus
impíos planes.
Más debemos gemir por qué la Santa Sede
apostólica no ha obtenido el resultado que esperaba y que esos hombres
desistiesen en su criminal empresa, de donde han resultado todas las desgracias,
que hemos visto.
Más aún, esos hombres, cuyo orgullo crece
todos los días, han osado formar nuevas sociedades secretas.
Es preciso recordar aquí una sociedad
recientemente formada que ha hecho grandes y profundos progresos en Italia y en
otros puntos, la cual, aunque dividida en varias ramas y llevando diferentes
nombres según su diversidad, es sin embargo, por la comunidad de sentimientos y
de crímenes y por el pacto que las une, en realidad una sola, la sociedad
comúnmente llamada de Carbonarios.
Estos afectan singular respeto y
maravilloso celo por la persona y doctrina de Jesucristo nuestro Salvador, a
quien tienen la audacia sacrílega de llamar jefe y Gran Maestre de su sociedad.
Mas, esos discursos que parecen más suaves
que el bálsamo no son sino saetas con las cuales esos hombres pérfidos,
cubiertos con piel de oveja, y que en el fondo no son más que lobos robadores,
se sirven para herir sobre seguro a los que no están en guardia o sobre aviso.
El terrible juramento con el cual, a
imitación de los antiguos priscilianistas, se obligan a no revelar nunca ni en
ninguna circunstancia, a los que no están afiliados a la sociedad, ni comunicar
a los miembros de grados inferiores nada de lo concerniente a los grados
superiores; y esas reuniones clandestinas e ilegítimas fundadas según el modelo
de los herejes y esa promiscuidad de hombres de cualquiera religión y secta en
su sociedad, si no hubieses otras pruebas, probaría bastante que no hay que
tener confianza alguna en sus discursos.
Mas no hay necesidad de conjeturas ni
razones para juzgar sus palabras como Nos lo hemos dicho más arriba.
Los libros impresos, donde están descritas
las prácticas usadas en sus reuniones, y sobre todo en las de los grados
superiores; sus catecismos, estatutos y otros documentos auténticos y muy dignos
de crédito, como también el testimonio de aquellos que, después de haber
abandonado la sociedad a que antes se habían afiliado, han descubierto a los
jueces competentes los errores y artificios, todo prueba con evidencia que los
Carbonarios se ocupan principalmente en dar cada uno, por la propagación de la
indiferencia en materia religiosa, toda licencia en crearse una religión a su
fantasía y conforme a sus opiniones, sistema tal que quizás no podría imaginarse
otro más peligroso; en profanar y manchar con algunas de sus criminales
ceremonias la pasión de Jesucristo; librar al desprecio de los sacramentos de la
Iglesia, a los cuales substituyen otros nuevos, inventados por ellos, cometiendo
así un horrible sacrilegio, y aun suplantándoles a los misterios de la Religión
Católica; finalmente minando a esta Silla apostólica, contra la que, y porque la
Cátedra de Pedro ha ejercido siempre su primacía, están animados de odio
singular, tramando los más terribles y funestos atentados.
Los preceptos de moral de la sociedad de
los Carbonarios, según se desprende de sus documentos, no son menos horribles,
aunque se vanaglorian con cierto orgullo en exigir a sus sectarios que amen y
practiquen la caridad y toda suerte de virtudes, y que se guarden con cuidado de
los vicios.
Así, esta Sociedad favorece con una
desvergüenza extrema los placeres sensuales; enseña que es permitido matar a los
que violen el juramento de guardar el secreto del cual hemos hablado más arriba;
y aunque Pedro, el príncipe de los Apóstoles, ordene a los cristianos "que sean
sumisos, por amor de Dios, a toda criatura humana, ya sea al rey como al jefe
del estado, ya a los gobernadores como a los enviados de Dios", etc. (I Epíst.
II, 13, 14); aunque el apóstol San Pablo ordene, "que toda persona se someta a
las potestades superiores (Rom XIII; Aug. Epíst. XLIII)"; sin embargo aquella
sociedad enseña que es lícito excitar a la rebelión para despojar de su poder a
los reyes y todos los que mandan, y que se atreve, como soberana injuria,
llamarles a todos sin distinción con el nombre de tiranos.
Tales son, con otros muchos, los dogmas y
preceptos de esa sociedad que han engendrado los crímenes recientemente
cometidos en Italia por los Carbonarios, crímenes que han causado a las gentes
honradas y piadosas, amargo dolor.
Nos, que hemos sido constituido guardián
de la casa de Israel, que es la Santa Iglesia; Nos que, por nuestro cargo
pastoral, debemos velar para que el rebaño del Señor que divinamente nos ha sido
confiado no sufra ningún daño; Nos pensamos que en una causa tan grave nos es
imposible abstenernos de reprimir los infames esfuerzos de esos hombres.
Nos anima a ello el ejemplo de Clemente
XII y de Benedicto XIV, de feliz recordación, nuestros Predecesores: uno en su
Constitución In Eminenti, y otro en su Constitución Próvidas, han condenado y
proscrito las sociedades de Liberi muratori o de Masones, o llamadas con otro
nombre, según la diversidad de países y de idiomas, sociedades de las que es
imitación la de los Carbonarios, si no es una rama.
Y aunque ya en dos edictos emanados de
nuestra secretaría de Estado, hayamos rigurosamente proscrito la dicha Sociedad,
sin embargo, según el ejemplo de nuestros Predecesores, Nos pensamos decretar
penas severas de un modo más solemne contra dicha Sociedad, sobre todo, cuando
los Carbonarios pretenden que no son comprendidos en las dos Constituciones de
Clemente XII y de Benedicto XIV, ni sometidos a las sentencias y penas contra
aquéllos decretadas.
En su consecuencia, después de haber oído
a la Congregación formada por nuestros venerables hermanos los Cardenales de la
santa Iglesia Romana, y según su parecer, así como también de nuestra propia
voluntad y de ciencia cierta, y después de madura deliberación y con la plenitud
de nuestro poder apostólico, Nos ordenamos y decretamos que la mencionada
sociedad de Carbonarios o con cualquier otro nombre que se llame, y sus
asambleas, reuniones, colegios, agregaciones y conventículos, deben ser
condenados y proscritos como Nos los condenamos y proscribimos en nuestra
presente Constitución, la cual permanecerá valedera para siempre.
He ahí por qué proscribimos rigurosamente
y en virtud de santa obediencia, a todos y a cada uno de los fieles de
Jesucristo, de cualquier estado, grado, condición, orden, dignidad y
preeminencia, sean laicos, eclesiásticos, seglares o regulares, ya fuesen dignos
de mención particular e individual y de expresa designación, que no tengan bajo
ningún pretexto la audacia y la presunción de entrar en dicha sociedad de los
Carbonarios o como quiera que se llame, de propagarla, favorecerla, recibirla o
esconderla en su casa, en su morada o en otra parte; de afiliarse o recibir
algún grado, asistir a sus reuniones, de darles poder o medios de reunirse en
cualquier lugar, de prestarle algún favor, de darle consejo o apoyo, de
favorecerla abiertamente o en secreto, directa o indirectamente, por sí o por
otros, de cualquier modo que esto sea; como también aconsejar, insinuar,
sugerir, persuadir a otros que entren en esa Sociedad, de recibir ningún grado,
de alistarse, asistir a sus reuniones, ayudarla y favorecerla de cualquiera
manera que esto fuere; Nos les prescribimos que se aparten de dicha Sociedad, de
sus asambleas, reuniones, agregaciones, conventículos, bajo pena de excomunión
en que incurrirán los contraventores, y en el mismo hecho y sin otra
declaración, excomunión para la que nadie, si no es en el artículo de la muerte,
podrá recibir el beneficio de la absolución de otro que de Nos mismo o del
Pontífice Romano entonces existente.
Además, Nos queremos que todos estén
obligados, bajo la misma pena de excomunión a Nos reservada y a los Pontífices
Romanos nuestros sucesores, en denunciar a los obispos o a otros prelados que
conozcan afiliados a la dicha Sociedad o haberse manchado de los crímenes que
hemos recordado.
Finalmente, para apartar con más eficacia
todo peligro de error, Nos condenamos y proscribimos todos los catecismos, como
les llaman los Carbonarios, y todos los libros en los cuales los Carbonarios
describen las prácticas usadas en sus asambleas, como en sus
estatutos, códigos, y todos los libros
escritos en su defensa, ya sean impresos, ya manuscritos, y Nos prohibimos a
todos los fieles bajo pena de excomunión mayor, reservada como Nos hemos dicho,
leer o guardar alguno de esos libros, y Nos les mandamos de entregarlos sin
reserva a los ordinarios de los lugares, o a aquellos que tengan derecho de
recibirlos.
Queremos, además, que se preste a las
copias de nuestras presentes letras, aún de las impresas, firmadas de la mano de
un notario público y con el sello de una persona constituida en dignidad
eclesiástica, la misma fe que se prestaría a la Letras originales si fuesen
presentadas.
Que a nadie sea permitido infringir o
contravenir con temeraria audacia este texto de nuestra declaración,
condenación, mandato, prohibición o interdicción.
Mas si alguno fuese bastante presuntuoso
que atentase contra ellas, sepa que incurrirá en la indignación de Dios
todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Roma, cerca de Santa María la Mayor, año de la
Encarnación de Nuestro Señor MDCCXXI, el día de los idus de Septiembre, el año
XXII de nuestro pontificado.